viernes, 26 de junio de 2009

Algunas anotaciones

Por su carácter de acción, hablamos de procesos no objetuales, efímeros y, en esencia, de duración limitada. Es de destacar que el tiempo de muchas de las acciones llevadas a cabo en este proyecto dependía directamente del contexto en el que se desarrollaban. Por así decir, era la ciudad la que dictaba cuándo empezaba una acción y cuándo ésta debía concluir. Tanto en La mujer de rojo como en La isla, el tiempo estaba en manos de terceros y, en última instancia, en manos de la vida, lo que vincula al arte con ella. En estos dos casos la actividad artística ha entrado a formar parte de la vida de dos personas: la mujer de rojo y el hombre que tuviera que detener su camioneta. Ambos, en un caso de forma inconsciente, en otro no, han estado presentes en un hecho insólito que ha cambiado sus vidas, aunque sea en una medida pequeña. Nadie en estos casos tenía una información aclaratoria de por qué se estaban desarrollando aquellos sucesos, que se producían de manera inadvertida y no creo que nadie pensara en relacionarlos con algún tipo de actividad artística. Podríamos hablar de un espectador participante en el sentido de que aquí no hay alguien que contemple la obra sino alguien que interviene en ella hasta el punto de dictar cuándo empieza, cuándo acaba y cómo se desarrolla. Todos estos acontecimientos sólo tienen una validez en el tiempo presente pues una vez ocurridos, lo único que queda como residuo de ellos es la vivencia. Cómo no, de manera especial, se ha dado importancia al azar y a una praxis en la que el autor no es lo importante. El único residuo que pudiéramos quizá apuntar son las transformaciones generadas en la ciudad. Podemos hablar de una transformación de la vida de los ciudadanos pero también de una transformación de la ciudad, y no precisamente física. Cuando aquel ceda el paso se convierte en una isla estamos hablando de una marca que deja su función natural para adoptar una intención casi lúdica. Resulta inevitable asociar esta práctica a los juegos de los niños en donde un árbol, una baldosa o una acera dejan de ser simplemente eso y se convierten en elementos de otro mundo distinto al mundo real, con otras reglas y otras motivaciones en las que priman el desinterés y la no-utilidad. Como ya hemos dicho, sí hay un componente de rebeldía en la acción en tanto se confronta con el mundo actual y esto proyecta una determinada visión del arte como reacción ante el sistema comercial. El tiempo, en la ciudad, es una mercancía consumible, tal y como lo definía Debord y contra esa apreciación nada más saludable que andar las calles con el único objetivo de vivirlas, dejando que el tiempo no sea convencional sino tiempo vivido.

Puesto que son actos efímeros, no objetuales, por definición son obras cuyo destino no es ser almacenadas, ni guardadas, ni mucho menos veneradas. Prima la idea, el proyecto. Lo que acaba ocurriendo con este tipo de obras, en el caso de entrar al mercado, es una contradicción y su documentación junto con otros subproductos sirven para hacer caja. Imaginemos El final del camino en una galería… las fotos del proyecto serían expuestas y recogidas en un catálogo e, incluso, podríamos exponer la moneda portuguesa de cinco céntimos en una vitrina de cristal. Con esto, estaríamos dando importancia a un objeto que no la tiene, porque no sólo es un objeto común similar a tantos sino que este objeto sólo es valioso en cuanto está integrado en el contexto de la acción, esto es, su lugar está en el puente abandonado. El mismo uso que se le ha dado a la moneda ya indica la contradicción: una moneda, que sirve para el intercambio de bienes y servicios en una sociedad desarrollada es utilizada para programar un recorrido; y se puede programar un recorrido con ella simplemente porque se puede lanzar al aire y caer sobre una de sus caras; su valor en el mundo ha desaparecido. Se me ocurre que alguien hiciera un viaje a un lugar realmente apartado de la civilización con los bolsillos llenos de monedas de un valor desorbitado. Para que estos objetos pudieran ser algo más que recuerdos nuestro viajero extraviado tendría que encontrarles otras funciones que no le fueran propias. Y si quisiera intercambiar las monedas con algún salvaje, éste las pretendería por su forma, color y tamaño, por su simbología o por cualquier otra cualidad, nunca, claro está, por su paradójicamente así llamado valor real. Estoy seguro que el salvaje intercambiaría la moneda sabiendo que puede con ella emprender un juego de azar antes que sabiendo que con esa moneda, en otra civilización, sería una persona rica. Si yo tuviera que instalar mi obra en una galería asfaltaría la sala y pondría la moneda en el medio. O mejor, me traería el asfalto del puente abandonado y colocaría encima la moneda. La instalación es una salida del ilusionismo y convierte un espacio en escena, es un antimonumento contemporáneo.

En estos casos en los que se le da valor al proceso y a la documentación hay una exigencia hacia el espectador. Éste tiene que, de alguna manera, terminar la obra. Y para terminarla debe recurrir a su propio ámbito experiencial.

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