lunes, 10 de junio de 2013

La mujer de rojo


Cuando llegamos a nuestro punto escogido en la zona noroeste, buscamos en el entorno algo que pudiera inspirarnos en la acción que íbamos a realizar. Acción que no habíamos planeado, que debíamos improvisar y que, por descontado, no sabíamos en qué desembocaría. Dirigimos la vista hacia nuestro entorno urbano y todos sus elementos nos ofrecían la misma apariencia gris, simétrica y poco elocuente.

Es muy difícil pensar en lo que pueden llegar a ser las cosas cuando las cosas ya son algo. Es difícil que un rutinario viaje en metro pueda transformarse en el material de una novela sembrada de intriga. Es difícil ver la ciudad distinta, alejada de su estática rutina normalizadora a la vez que atroz y despiadada. Ver la ciudad como material, como escenario... siempre demanda al artista un esfuerzo considerable.

En estos casos conviene creer que hasta el código de conducta de empresa puede ser un buen material poético si uno realmente está decidido a hacer poesía. Conviene creer que el arte puede cambiar el mundo aunque sea un poco parecido a creer en los Reyes Magos. Conviene creer para crear.

Los niños no saben muy bien lo que son las cosas, de ahí su pasmosa facilidad para convertir las cosas en cosas distintas, que son de otra manera. A través del juego otorgan un sentido a un mundo que quizá no tenga sentido para sus mayores. Los niños inventan juegos, se involucran en juegos ya existentes, convienen las normas a las que deberán someterse y convendrán quebrantarlas si es preciso.

A falta de imaginación, de valentía... ante la imposibilidad de inventar un nuevo juego decidimos jugar a uno viejo: seguir a la mujer de rojo.

Surgieron complicaciones y debimos convenir reglas. Seguiríamos a la mujer de rojo hasta donde no pudiéramos seguirla. Sería un tránsito a merced de un tercero, con un destino desconocido, con una duración indeterminada.

Una chica joven, sentada en una escalera, vestía una chaqueta roja ciertamente llamativa. Diez minutos después nuestra mujer de rojo se reunió con lo que parecía ser su pareja. Seguimos a los dos a través de un par de calles y entraron en un café. Fuera del café meditamos sobre si entrar y consumir, entrar y no consumir o no entrar. Cuando reparamos en la mesa donde la pareja se había sentado la encontramos vacía.

A veces los niños, perversos, tienen miedo de que los mayores descubran sus juegos y se esconden. Nosotros nos escondíamos como si fuéramos niños y tampoco estábamos exentos de cierta agitación. Alguien podía darse cuenta de que era perseguido. Nos parecía natural que no le fuera a hacer mucha gracia y no creíamos que nuestro artístico pretexto entrañase justificación suficiente para aquella excéntrica invasión de la intimidad.

Dado que esta mujer había desaparecido como por arte de magia decidimos seguir a otra mujer de rojo. Se cruzó con nosotros en un paso de peatones. Su trayecto fue todavía más corto que el de la primera mujer de rojo, pues, al poco de cruzar el paso de peatones, internó en un locutorio. Esperamos a que saliera de allí pero la idea de ir en busca de una nueva mujer de rojo parecía más divertida que seguir esperando indefinidamente.

La tercera mujer de rojo con la que nos cruzamos era una señora mayor que caminaba a paso lento y trabajoso. Con ella anduvimos unas cuantas calles y subimos a un autobús que efectuó un trayecto de una media hora aproximadamente. Durante el trayecto compartimos la preocupación de perdernos o de no saber volver, pero eso en una ciudad como Madrid es difícil. Una lástima. Este tercer trayecto resultó muy atractivo por su paso a través de diferentes ambientes aunque en ningún momento abandonamos la ciudad. Terminamos nuestra deriva en Colombia, cuando la mujer de rojo llegó a su casa. Podíamos haberla esperado pero, presumiblemente, la mujer no saldría hasta el día siguiente.

Seguir a una mujer de rojo hasta que se cruce con otra mujer de rojo se revela apropiado pues el recorrido quizás termina siendo más arbitrario y más dinámico. Lamentablemente, la idea de viaje estuvo demasiado presente en esta acción, con un origen y un destino; quizás si hubiéramos seguido a las mujeres de rojo hasta que se cruzasen nos hubiéramos aproximado más a una auténtica deambulación.

Había muchas cosas que no dependían de nosotros y en este caso, esos factores azarosos no fueron del todo atractivos como imaginamos en un principio iban a ser. Se confirmaba, en efecto, que

El azar juega en la deriva un papel tanto más importante en cuanto que la observación psicogeográfica está todavía poco asegurada. Pero la acción del azar es naturalmente conservadora y tiende, en un nuevo marco, a reducir todo a la alternancia de un número limitado de variantes y al hábito.

Eso que no dependía de nosotros era la vida, la vida rutilante de unos ciudadanos a los que seguimos trazando recorridos cotidianos. En contraste, nosotros estábamos envueltos en algo bastante absurdo e improductivo.

Las obras de Irwin o las de Hansen pretendían que el arte formara parte de la vida de las personas e incluso llegaban a buscar una mejora en la calidad de vida individual y colectiva. La vida de esta última mujer de rojo empeoró en el momento mismo en que decidimos seguirla puesto que aquello suponía cierta invasión de la intimidad no consensuada. De habernos descubierto, podría haberse asustado o enfurecido, quién sabe. Pero también, siguiéndola, en cierta manera velamos por ella y pudimos haber actuado en caso de peligro cumpliéndose esa mejora de la vida, aunque fuera pequeña y razonablemente cuestionable.

En una ciudad el hecho de que alguien se preocupe por la vida de alguien es algo inaudito.

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